ALICE PRIN – LA ALICE QUE NO VIVIÓ EN EL PARÍS DE LAS MARAVILLAS
Mentiría si dijera que nunca había oído hablar de ella, se había colado de puntillas entre alguna de las páginas de algún libro de arte. Modigliani, Brassaï o Picasso quién sabe en cuál de ellos la vi por primera vez.
Lo cierto es que me costó reconocerla. Había oído hablar de la jovial “Kiki de Montparnasse”, modelo y musa de los grandes artistas en el París del 1920.
Pero jamás oí hablar de Alice Prin la pintora, escritora, cantante, bailarina, actriz y modelo que inspiró con su pasión a toda una generación.
Uno de mis momentos favoritos es la investigación. Son los instantes previos a la pintura que defino como destellos fugaces, porque traspasan tiempo y espacio consiguiendo que mi alma conecte con cada una de las artistas a las que rindo homenaje. Pero con Alice, este primer encuentro fue distinto. Había algo en ella que me llamó la atención más de los normal. Quizás fueron sus profundos ojos negros desafiantes y melancólicos, como los cielos de verano cuando anuncian tormenta. O su sonrisa ladeada en busca de un momento feliz que reproducir.
No sé decirte qué era, pero cuanto más la conocía, más cuenta me daba de que lo que sentía iba más allá de lo tangible. Me repetía una y otra vez: “no puede ser eso, hay algo más en ella que no se cuenta, pero palpita con fuerza “
Kiki me impulsaba a pintar, me acercaba al rosa, salpicaba tímidos ocres en mis pupilas, llenaba de turquesas mis dedos y abrazaba mi alma con chispas de dorados.
Ella me impregnaba, me contagiaba y mecía con su alegría.
Y finalmente lo comprendí. La respuesta la hallé en el libro que escribió con tan solo veintiocho años, un manuscrito que años atrás había sido prohibido por el gobierno de Estados Unidos y del que con cariño escribió la introducción su amigo Ernest Hemingway. Al pasearme entre sus hojas, una gran contradicción me asaltó. No podía dejar de reír mientras recorría los episodios más tristes y duros de la vida de Kiki narrados en primera persona. No suelo tomarme a la ligera el sufrimiento de los demás, por lo que me sentía mal al hacerlo. Pero lo cierto es que algo sobrenatural parecía recorrer sus páginas provocando esas carcajadas en mí. Algunos podrían llamarlo inocencia, quizás otros ignorancia o espontaneidad, pero yo más bien lo llamaría “ganas de vivir”.
Estoy segura de que Alice, con su alto poder de creatividad, fue de alguna manera la inventora de los emoticonos, y hubiera sido sin duda una gran youtuber, influencer o tiktoker de haber nacido un siglo después porque, aunque al recorrer sus páginas no los ves, se encuentran desdibujados memes, caritas sonrientes, coreografías y un sinfín de melodías imposibles de imitar.
Gracias a su libro, he caminado con las botas cuatro tallas más grandes que encontró en la basura y rellenó con periódicos viejos. He fabricado un sombrero con trocitos de despojos y he accedido de su mano a los locales de moda de Montparnasse. Hemos sido improvisadas funambulistas entre la sociedad parisina de los años 20, siendo reconocidas como una artista más. He experimentado el miedo paseando por los refugios antiaéreos. He sentido el silencio de las pérdidas, ahogadas entre los rugidos de las tripas al caer el sol. He bebido a sorbitos una vida trazada con pinceles rotos, latidos de colores y risas de cartón. He conversado con Man Ray, he posado como modelo para Tsuguharu Foujita, y he sido la actriz principal en las obras de Fernand Léger. Y, al igual que ella, me he quitado el sombrero para gritar con fuerza: “soy mujer, soy artista, soy libre, respétame”.
Y es que Kiki sigue enamorando a su paso. Porque más allá de las letras de sus canciones, su descaro y decisión, palpita un corazón lleno de dulzura, pasión e ingenuidad que consiguió transformar el mundo del arte. Y logró coronarse como la reina de un reino sin tronos, lleno de balas, oscuridad y desolación, para convertirlo en un lugar con más luces, trazos difuminados y muchos más matices de color.
Meritxell