DORA MAAR: SUS ROJAS UÑAS BAILABAN ENTRE NAVAJAS.

Cuentan los que los que la conocieron que, que sus uñas eran largas como sus silencios, afiladas como sus conversaciones y, de color rojo intenso como su inteligencia. Dicen que eran el símbolo de su personalidad y que hasta el final de sus días mantuvieron la misma forma y color.

A Dora, le gustaba jugar, poner a prueba a los que la rodeaban. Ideaba danzas con afilados cuchillos que paseaba con agilidad entre sus dedos. Provocar era el verbo que mejor conjugaba. Sus movimientos, casi felinos, eran rápidos, suntuosos, directos y siempre iban acompañados de una pícara sonrisa.

Divertimento que acababa, a menudo, con unos sangrientos y agujereados guantes.

Pero como toda buena jugadora que se precie, sabía esperar el momento y entonces, una fría mañana en el Café Deux Magots, ataviada con sus mejores galas, se cruzó con los ojos más intensos, profundos y absorbentes del pintor más español del París de Montmartre, que através de los círculos y líneas consiguió hipnotizar al instante.

Corría el año 1936 por las calles y, el arte esperaba paciente, detrás de las esquinas en busca de algún estímulo, impresión o palabra que convertir en esbozo.

Y es que, era tanta la luz que desprendían los dedos de Dora que, los destellos cegaron el corazón del joven Picasso aquella jornada. Que se rindió, sin dudarlo, ante sus desafiantes encantos.

Admiración, lienzos, colores imágenes y lágrimas llenaron de instantes más de una década de confidencias, dudas, esperanzas y granadas.

Pero desteñido el brillo que desprende lo nuevo. Pablo, que no conocía de latidos exclusivos, ni de pasiones monógamas. Encontró una nueva musa con que inspirar sus lienzos y borró de un brochazo sus promesas, deshaciendo con torpeza las líneas que marcaban el camino de vuelta a casa. Y así, sin permiso, ni palabras, llenó de noches oscuras las preciosas mañanas de la emergente pintora. Que aprendió a golpe obligado de negros profundos que, no existe eclipse que permita al sol brillar más que al Alba.

Y es que, aunque todos lo saben, pocos lo dicen, pero Dora, ya era Dora, mucho antes de Picasso.

Ella, ya era ella antes de convertirse en la llorona del Guernica.

Ya había coqueteado, años antes, entre flashes y sombras de la mano de Henri Cartier Bresson, Man Ray, o Brassaï.

Mucho antes de que el mundo supiera que existían los cadáveres exquisitos, que los unicornios llevan gafas o que los poemas sin sentido llenan de sentido el subconsciente y lo convierten en lo más consciente jamás vivido.

Ella, antes de que el antes, fuera antes, ya había acunado imágenes realistas, surrealistas e intrigantes. Se había paseado por las galerías, cafés y tertulias de moda acompañada André Bretón, Jacqueline Lamba, Nusch y Paul Eluard .

La culta y educada artista, existió mucho antes de los internados psiquiátricos, los gritos, desapariciones y las noches en vela.

Dora, ya era una artista reconocida antes que sus juegos malabares junto a Picasso la convirtieran en el negativo de sus propias fotos.

El huracán del amor atrapó sus garras. Sin sentido, sin razón, sin fuerzas y sin ganas, su corazón, deshecho en pedazos, no recordó como alimentar en soledad su alma.

Como un títere sin hilos se despojó de la canción con la que antaño acunaba sus manos.

Y es que, tendría que haber afilado mucho más sus uñas, para arañar con fuerza a todo aquel que quisiera arrancarle su lugar en el mundo o, acallar el color de sus cuadros, robándole a su esencia el derecho a volar.

Pero, aunque desafiante y altiva, olvidó cómo moverse entre navajas. Cómo deshacerse de los guantes usados que se tintan de sangre y de cómo hipnotizar con su rojo fugaz.

Se encerró entre pinturas, eliminó los carretes, devolvió al genio a su lámpara y trazó en el aire un nuevo destino, en el que dejar de ser musa para convertirse en artista y lejos del ocaso por fin sin cadenas volver a brillar.

Meritxell